Nacer, vivir y morir…
Tres palabras que nos unen a todos los seres humanos, tres palabras que nos hacen iguales, tres palabras que resumen una existencia a la simplicidad máxima de una vida humana, pero son tres palabras descontextualizadas, tres palabras sin identidad, porque detrás de ellas existen infinitas historias que vale la pena conocerlas.
Una de ellas es la de Eduardo, quien fue parte de una familia notable de Cochabamba. Vivió su niñez como cualquier otra persona, juegos, tareas, castigos y alegrías, siempre con la fuerte presencia de la imagen materna en su vida ya que su padre murió cuando él apenas tenía dos años.
Uno va construyendo su personalidad según van pasando los años. Para Eduardo, la edad de diez años fue el momento en su vida donde la pre-adolescencia inició su macabro trabajo de cuestionarle sobre lo hermosa o perversa que es la vida, mediante la constante lucha de sus demonios y ángeles en conocidos campos de batalla como son la mente, el corazón y el incólume cuerpo.
Perder el sueño en las noches pensando en los sentimientos, miedos y deseos que corroían su ser, se convirtió en una costumbre. Cada noche retumbaba en su mente una pregunta ¿Por qué soy tan diferente?
Cómo imaginar que a tan temprana edad una persona ya puede empezar a cuestionarse sobre su propia sexualidad. En ese juego perverso donde nos pone la vida, a Eduardo le agobiaba pensar si era normal la atracción que sentía por los de su mismo sexo.
¿Hablar de sexualidad? No. De eso recién se habla a los 21 años, decía su madre, además, comentaba que hay temas que no se tocan, como por ejemplo la masturbación.
En soledad, Eduardo decidió seguir esa vida escabrosa, temeroso, pero seguro de seguir lo que su corazón le ordenaba.
Mientras, sus compañeros jugaban a la pelota, Eduardo, retraído y tímido, sólo se juntaba con las muchachas de su curso, sin importarle lo que pensaba el resto; junto a ellas, tres de sus compañeros quienes, al salir del colegio, también manifestaron su preferencia homosexual.
Su madre lo recogía todos los días, generando habladurías de sus compañeros quienes cruelmente lo tildaban de “maricón”, adjetivo que posteriormente se convertiría en el pan de cada día para él y sus tres amigos de curso durante el resto de la vida escolar.
Su familia inmediata, compuesta por una hermana, un hermano y su madre, pronto se darían cuenta de que era diferente al resto de los muchachos y que su comportamiento debía encontrar solución en manos de algún experto.
“Hasta las paredes ven y escuchan”, decía su hermana, quien prefirió llevar a Eduardo a La Paz, allí un psicólogo encontraría la solución a este problema serio que le afectaba.
En aquella ciudad, se entrevistó con un psicólogo profesional quien, con un semblante cuasi froidiano y con el ceño siempre fruncido, dictaminó que el problema era la sobreprotección de la madre y que para eso la solución no la encontrarían en él sino en modificar el comportamiento familiar.
La familia resignó esfuerzos para “volverlo normal” y pensó que las cosas cambiarían con el tiempo en beneficio de Eduardo.
Así pasó él de la adolescencia a su juventud. Comenzó a reunirse con personas de su misma preferencia sexual y fue testigo de la formación de los primeros grupos gay en Cochabamba.
En 1983, Edu, como le decían sus amigos, ya con 20 años de edad, acostumbrado a la soledad y con un perfil bajo ante la sociedad, no le interesaba ser parte de los grupos de personas gay, si bien asistía alguna vez a las reuniones, prefería estar sólo con sus amigos más cercanos.
En ese intento por hacer de su vida secreta un cotidiano igual al de los demás, Eduardo y algunos amigos decidieron realizar una fiesta en una casa allá por la Av. Libertador, lugar donde además se realizaría una coronación gay.
En medio de la alegría incontrolable donde hombres con hombres se mostraban tal cual eran, sin miedos, sin vergüenzas, sin apariencias, irrumpió la policía poniéndolos a todos en camionetas y llevándolos al Comando para que declarasen sobre ese comportamiento tan poco aceptado.
Allí fueron extorsionados, debían pagar por el silencio de la policía, y golpeados en público para que, como decía uno de los uniformados, “aprendan a ser machitos”.
Momentos como estos eran comunes, mucho más con la población trans que se dedicaba al trabajo sexual desde la noche hasta la madrugada. Esto se debía a la latente homofobia que existía en la sociedad.
Vivir con miedo ya se hacía común, esto afectaba a la estabilidad emocional de todos los gays que conocía Eduardo.
El año 1992, un hecho cambió rotundamente su vida, fue la muerte fortuita de su mejor amigo Alejandro, hecho que lo derrumbó y lo llevó a la angustia máxima de pensar en el suicidio.
Aún retumba el disparo en el inconsciente de Eduardo, cada vez que sus pesadillas lo hacen despertar en medio de la obscuridad. La depresión, la pena, el miedo a la soledad lo llevaban al límite.
El disparo del arma que utilizaba Alejandro, como juguete que mide a valientes, le abrió un camino de muerte, dejando caer pesadamente su cuerpo al suelo por culpa de la única bala que permitía la ruleta rusa y que estaba destinada para él.
Alejandro, sólo y sin familia, no tenía la posibilidad de un entierro digno con un cajón por lo menos brilloso que abrazase su cuerpo. Sin embargo, ante la solicitud de ayuda de Eduardo, la comunidad gay aportó para dignificar a aquel hombre que no se diferenciaba mucho del resto y que seguía el camino de muerte que todos lo harían en su momento.
Con el pasar del tiempo, este triste y trágico evento hizo que Edu se acercase más a la comunidad gay, tocando las puertas del Grupo Dignidad.
En su momento, este Grupo fue uno de los más importantes, reconocido incluso a nivel nacional. Con una directiva y estatutos que validaban su presencia social, inició por primera vez en Cochabamba procesos de capacitación sobre sexualidad a la comunidad gay.
La unidad de ellos fortaleció su identidad. Eduardo fue afianzando su personalidad y reafirmando su convicción de que él era gay y así quería que lo conociesen y respetasen.
Pasados los años, Eduardo, ya con 32 años de edad, decidió comentar a su madre, doña Gaby, sobre su preferencia sexual, mencionándole que ese era el tipo de vida que quería y con la cual él sería feliz.
Enardecida y con el rostro desfigurado por la ira, su madre le reprendió, elucubrando sobre temas morales y, sobre todo, el qué dirá la gente si se entera de esa desfachatez.
Con el tiempo, doña Gaby aceptó la homosexualidad de Edu, incluso aceptó a su pareja quien demostró mucho cariño por ambos.
Pero, la sociedad cochabambina aún no estaba tan convencida como la madre de Eduardo para aceptar la relación entre hombres. El riesgo a la homofobia era latente en todo momento.
A través del grupo Dignidad, se abrió el espacio necesario para comenzar a pensar en la formación de la comunidad gay en temas de derechos humanos.
El VIH/sida fue una de las mayores preocupaciones que tuvo la comunidad. Eduardo, junto con otro grupo de personas viajó a Santa Cruz a realizarse las pruebas de VIH, ya que uno de los miembros del grupo Dignidad había fallecido de sida.
Él momentó que alejarse de Cochabamba para hacerse las pruebas, era debido a la falta de confianza que tenía el grupo respecto a la confidencialidad sobre la identidad y sobre los resultados.
Los procesos de capacitación en sexualidad aumentaron, el grupo comenzó a empoderarse en sus derechos y logró representatividad nacional. Esto se fortaleció a través de la administración de Eduardo como presidente del Grupo Dignidad, el más representativo de Cochabamba.
Ya pasaron muchos años de esto. La lucha por que respeten los derechos de la comunidad homosexual llegó hasta la Constitución Política del Estado Plurinacional, sin embargo, aún hay mucho por hacer en beneficio de esta comunidad, debido a que la discriminación y la homofobia aún están latentes en el país.
Eduardo Almaraz es hoy en día un militante trabajador de la prevención del VIH/sida y se ha convertido en un ícono de la lucha por los derechos humanos de la comunidad gay.
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